lunes, 20 de enero de 2014

Jamilena, el pueblo de los ajos.

De pequeño oía nombrar este pueblo. Un conjunto de jamilenuos aterrizaban por la panadería de mi tío Juanito, compraban pan y dirigían sus pasos a la cortijada de la Torre de Maria Martín. Cortijada próxima y alejada.  Quedaba por detrás de los Poyos, al otro lado de la cadena de cerros. Estos cerros eran unos mas de los que rodeaban la Cañada, pero eran diferentes porque por ellos transitaba una linea de luz de altos vuelos. Atalaya altas de posters gigantes que cruzaban la mirada misteriosa de mi niñez.  Y puesto en línea continuaba hasta lo alto de otros cerros, más allá de Amarguillo. O bien a la vuelta empezabas su recorrido, en una entretenida de guardar los cerdos, para desplazarte de nuevo hasta los altos Poyos. Yo, en mi niñez, nunca visité esta cortijada. Tampoco llegué a comprender el por qué esos agricultores - propietarios procedian en su mayoría de Jamilena.

Con ellos, sus referencias, sus historias llegué a conocer a Nuestro Padre Jesús. Los dichos remarcaban las huellas en la memoria infantil. Y la imaginación se disparaba visualizando un gran santo, que ejercía una notable influencia en su entorno mas próximo. Después me frustré cuando vi reducido el santo a un simple cuadro de pintura, que ha presidido muchas casas.

Tampoco he llegado a conocer el por qué de la tradición de manipulación de los ajos, tarea productiva primordial en este pueblo. Cientos de mujeres y jóvenes se afanan en recibir los ajos de las campiñas cordobesas para colocarlos en su mas pura esencia en pequeños mallazos de color naranja.

Las tradiciones y las incognitas que envuelven a algún lugar y se perpetuan en los dias de adultez y madurez sin encontrar respuestas sabias. La vida.

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